Mis Amigos

Aventura en Ordesa

Verano: Agosto 1971




Valle de Ordesa y Monte Perdido
No  recuerdo con exactitud  cómo o de quien partió aquella descabellada idea. Al principio, pura fantasía, después, como por arte de magia y llevada de la más pura de las imaginaciones juveniles,  fue tomando cuerpo y se convirtió en algo realmente pintoresco y original. No puedo explicarlo de otra manera que hiciésemos realidad aquella ingenua excursion-aventura con tan improvisados y osados novatos,  en aquel paraje natural de alta montaña,  santuario de la vida en estado salvaje,  amplio, peligroso y dotado de una belleza  increíblemente selvática y maravillosa a la vez.
 
Situado en pleno  corazón del Pirineo aragonés, entre valles y picos de mas de tres mil metros, (el gran macizo de las tres Sorores, M.Perdido, M.Posets y la Madaleta con el Pico Aneto, el mas alto de la cordillera) con nieves y glaciales eternos, entre frondosos bosques de hayas y  robles, castaños y abetos,  abedules  y pinos,  coronados por  rocosas  y peladas serraladas,  se abre y extiende el arqueado  ex - glacial,   cañón  de Ordesa.
Los novatos en cuestión, éramos  seis amigos, de los cuales cinco pertenecíamos al equipo de fútbol “Modestic”, y  el sexto,  Germán  “colega” de estudios de Martín y agregado a la expedición en último momento no recuerdo muy bien porqué. Su fisonomía atlética, aparentemente débil, y  albino de piel, contrastaba rápidamente  con nuestros deportivos cuerpos y alguna duda nos asaltó sobre su resistencia  a las duras marchas que nos esperaban ¿aguantaría?

Martín, Ramón, Tony, Pablo,  yo y el adherido Germán, todos quinceañeros, menos un servidor, algo mayor que ellos,  a últimos de Agosto,   en plenas vacaciones veraniegas, y aprovechando también el “parón” deportivo entre temporada futbolística,  nos “inventamos” una excursión al Pirineo Aragonés, como si de ir a pasear a la fuente de Canaletas se tratase, pero con mochilas y algunos alicientes mas, para hacer un poco mas real la cuestión.
Desde que surgió la idea, recuerdo que todos estuvimos inmersos en el proyecto; involucrados hasta la medula,  quedamos ensimismados y enganchados con la idea: Carlos Benitez, el más serio en según que cuestiones,  gran animador de la misma y que al final no pudo participar en ello, fue el que puso más empeño, y gran parte del aparato logístico de la empresa   recayó en él. Durante los días que precedieron  a la partida, organizábamos reuniones en una destartalada pero confortable  buhardilla situada en la terraza de uno de nuestros bloques de pisos. Allí, en autentica camaradería y compañerismo, rodeado con enormes dosis de imaginación,  hicimos nacer  ideas, proyectos e ilusiones,  que se tradujeron en recorridos, paradas, pueblos, regiones, y camping  a los que a priori debíamos visitar y  pernoctar, ya que en la total osadía en la que estábamos trabajando, ignorábamos lo que es y representa para un país, una región como Ordesa, parque natural y por lo tanto bloqueado  y prohibido para acampar en él, sin exponerse a problemas,   amen de otros muchos riesgos no valorados en aquellos momentos,  ni en otros. 

 La época en que discurre la acción, finales de agosto principios de septiembre , Ordesa todavía conservaba ciertamente la magia de una región todavía virgen, solo los mas experimentados boy-scout y grandes excursionistas de largos recorridos,  se atrevían a  internarse en sus senderos boscosos de gigantescas  hayas, y perderse varios días entre aquella  fastuosa y frondosa región de verde perenne, de montañas imponentes, recorrida por bravos y rápidos  ríos y riachuelos que se pierden en enormes desfiladeros,  grutas y gargantas, amagados por   frondosos y oscuros pinares.
Carlos, Pablo y Toni, se encargaron de confeccionar las listas de todo el material necesario para la expedición. La tienda de campaña, se alquiló por esos días: recuerdo que era una descolorida tienda bastante usada y algo roída, de cinco plazas, pero que a nosotros nos pareció de lo más  segura y sugerente, además la ilusión era mayor que las ganas de hacer ningún reproche, así que nadie puso reparos a la misma. Las mochilas fueron apareciendo como por encantamiento;  botas de hermanos que habían acabado la mili, calcetines de lana, pañuelos montañeros, jerséis de invierno, cinturones y mantas sacadas de los más profundos y rancios baúles y armarios,  fueron amontonándose en la buhardilla. Hornillos de gas, bombonas, cacerolillas, paquetes de arroz, de fideos, macarrones, y sopas en sobre, junto a tubos de leche condensada, tomate, sobrasada, y foie-gras eran los primeros componentes de nuestra recién creada intendencia. Farolillo de gas, linternas, gafas de sol, machetes y mapas nos iban a proporcionar mas  comodidades, así como cuerdas, martillo, clavos y alguna pelota iban a servir de ayuda a nuestra diversión.
Mientras,  Martín,  Ramón y yo  revisábamos y cuidábamos exhaustivamente los detalles del recorrido en los rústicos y antiguos mapas con los que nos habíamos podido agenciar: el primer esbozo de recorrido casi estaba ultimado, pues era como  retroceder en   el túnel del tiempo a mis profundas (aunque no de nacimiento),  raíces alto-aragonesas y  éstas aun estaban frescas por aquel entonces en mi corazón.
Primero en tren hasta Zaragoza, luego enlace  Huesca-Jaca-Sabiñánigo hasta llegar a Ordesa a través de la serrada pre-pirenaica, atravesando el túnel del puerto de cotefablo,   en escalas de  varios días. El primer objetivo, donde debíamos empezar a tomar contacto con la montaña, era Jaca. En los vetustos mapas de nuestro recorrido, se apuntaba el primer nombre de un  camping: “Victoria.” De buenos y sentimentales recuerdos mozalbetes en unos años irrepetibles para mí y en otra época casi olvidada hoy con el paso del tiempo.
Luego, dos días después, debíamos partir hacia Torla, (punto crucial de nuestra aventura) tras recalar brevemente unas horas en  Sabiñánigo, y desde donde después  un autocar nos llevaría al pequeño y pintoresco pueblecillo de  Torla ya en la antesala de Ordesa. Una vez allí y dependiendo en gran medida de nuestra imaginación e intuición,  actuaríamos en consecuencia con respecto a nuestro verdadero objetivo: el valle de Ordesa: no teníamos la más mínima idea organizada de lo que íbamos hacer después, así que como digo lo dejaríamos a la improvisación.
Igualmente, una vez acabado nuestra estancia en tierras alto-aragonesas, teníamos el regreso calculado por el mismo itinerario a la inversa, o sea lo más lógico y normal.
Pero, la vida es una continua caja de sorpresas, y de ellas íbamos a estar dependiendo en gran medida durante toda la travesía. No éramos conscientes de donde nos metíamos, ni siquiera sabíamos lo que la madre naturaleza es capaz de mostrar en esas latitudes, fuimos de lo más confiados, sensibles, ingenuos y débiles de los mortales,  al penetrar sin un ápice de experiencia montañera en aquel laberinto pirenaico.
Tal vez, la única “experiencia” que disponíamos, era la que yo aportaba,  y  ésta se traducía de haber oído una y mil veces,  hablar a mi padre y hermano mayor, refiriéndose a sus largas  marchas y  acampadas con la Escuela Militar de Montaña  por las altas montañas que dan al valle. Recuerdo, embobado, oírles hablar de las terribles tormentas, sus disonantes y estruendosos truenos retumbando por todo el valle, mientras ellos dentro de sus tiendas de campaña, tomaban tranquilamente su café, asomados entre rendijas y disfrutando del espectáculo, al tiempo que descargaba el cielo. Oír sus narraciones desarrollaba y creaban en mi imaginación, escenas de éxtasis, vivía el relato como algo mío, y  me colaba dentro del mismo. Podía  “ver” en mi imaginación, entre  la bruma de la tormenta,   los senderos y caminos entre la arboleda que se pierde en el valle y ni los relámpagos y truenos me iban a detener en mi aventura recién inventada. Llegaría montado en mi caballo negro, con mi espada de acero y mi antifaz, donde fuera necesario para atacar   y rescatar a mis camaradas de las garras de los malos o de los  monstruos del mal.    Me convertía en algo así, como una mezcla de héroe, entre el “Guerrero del antifaz” o del “Capitán Trueno” y, el “Jabato”  o Superman, mis ídolos favoritos  de infancia, y a los que  debo  parte de mi imaginación de aquellos años.
Seguramente si no hubiera tenido la gran suerte de haber vivido en aquella época, aquellos años, en esa región, con mis hermanos y amigos comunes, y además tener unos padres amantes de la naturaleza, y grandes  amigos de sus hijos, posiblemente nunca hubiera escrito estas y otras paginas dedicadas a ver de otra manera la vida, esa a la que ni siquiera a nuestros propios hijos les podemos mostrar. La culpa desde luego es solo el accidente de la época en la que cada uno tiene en suerte vivir, y hoy es impensable, para mí desde luego, y eso que lo he intentado, hacer comprender a mis hijos, que se puede ser feliz en la infancia, siendo solo eso, niños,  cabalgando entre la imaginación y la fantasía en lugares que poco a poco desaparecen ante la marabunta y la vorágine del avance urbanístico, que mata de manera irreversible, naturaleza, paisaje, recuerdos, y manera de vivir tan diferente a la que se nos quiere vender, rodeados de tantas artificiales  comodidades, que prácticamente nublan y asesinan nuestra imaginación y nos convierten  en articulo de consumo, sin imaginación, sin iniciativas propias, sin ideas claras,  sin capacidad de ver otras alternativas: nos pasa la vida, sin saber ver otras  cosas. El vídeo, el coche, la tele, la discoteca y en el peor de los casos la droga, son la única alternativa a contrarrestar el rápido  tren de  vida actual, que no  deja tiempo ni terreno para desarrollar otras alternativas en la imaginación   para la inmensa juventud de hoy, y lo peor de todo, es que no se esfuerzan por salir del pozo, solo se dejan llevar a favor de corriente. Siento pena por esta generación.
Los protagonistas de mi relato, evidentemente coincidimos en otra época y compartimos  nuestra dorada juventud de otra forma, y aunque  añoramos con cierta nostalgia hoy,  aquellos años de sana amistad  y sincero compañerismo,   no envidiamos para nada el ritmo actual de vida ni las comodidades tan exageradamente triviales y volátiles, que no te dejan  dar rienda suelta a tu imaginación;   con esto  acabo y vuelvo a mi relato del cual me he apartado unos instantes.
Llegó el momento  de partir: No recuerdo que día de la semana era, pero sí la hora. Las ocho de la tarde de un tórrido y húmedo día de finales del mes de Agosto. Hasta ese momento, las mochilas, y todos los enseres que formaban parte del complemento de la excursión, se habían amontonado en la vieja buhardilla. La tienda de campaña,  parte de la comida y otros “cacharros” y cosas del equipo lo repartimos entre todos, de tal manera que cada equipo venia a pesar aproximadamente unos treinta kilos, pues en eso y en adquirir los billetes de tren estuvimos entretenidos parte de la mañana,  pasando las ultimas horas, y prácticamente ultimando los detalles de ultima hora.
Después de comer, comenzamos a bajar los trastos y amontonarlos en el portal. Tras echar un vistazo al equipaje, y ver lo que nos llevábamos casi nos da un soponcio, quien viese aquello hubiera pensado que íbamos a necesitar un equipo completo de porteadores al más viejo estilo de safari africano,  pero las ganas de bromear y la ilusión que teníamos nos hacia poder con eso y con cualquier montaña que se nos pusiera por delante.
Para hacer de aperitivo, y como a prueba de entrenamiento de lo que proponíamos  acometer, decidimos hacer el camino de nuestra casa a la estación de Francia, cargados con todo el equipaje a cuestas, unos 4 o 5 kilómetros aproximadamente. Las despedidas fueron rápidas; recuerdo a los vecinos asomados a las ventanas, y a los amigos bromeando haciendo comparaciones graciosas sobre nuestras indumentarias, además de la mirada triste y de  sana envidia de nuestro amigo Carlos, que como dije al principio, no pudo participar de la excursión.  Vestíamos pantalones vaqueros, camisas de la época, ajustadas y oscuras, botas militares y en la cabeza sombrero tejano, todo un alarde adecuado a la aventura pintoresca recién imaginada. Ello hacia que por donde pasábamos, levantara la curiosidad ajena, pues cualquiera podía  imaginar que nos habíamos escapado de alguna película de Jhon Wayne, eso sí, sin pistolas ni cartucheras, pero con pinta de extraños pioneros de aventura,  buscadores de oro del lejano oeste, pero sin mulas ni caravana que nos acompañaran.

La verdad es que no pudo empezar con peor pie la aventura, y lo del pie no es una metáfora, sino que apenas habíamos recalado en la antesala de la estación de Francia, cuando empiezo a notar unas molestias horribles en los talones de los dos pies. Me quito las dos botas, del 40, cuando yo siempre he calzado el 41, y lo que veo me da pánico: Dos enormes ampollas me han salido en ambos talones, debido al roce continuo. No hay tiempo que perder, y antes de que salga el tren, debo comprar calzado si no quiero quedarme en tierra. Rápidamente Martín y Tony, comienzan una carrera contra el reloj para encontrar una zapatería, que al final encuentran no muy lejos de allí, y compran unas “chirucas” del 41, que por lo menos y reforzado con calcetines de lana, amortiguan de momento mi sufrimiento y me permiten soñar todavía con el viaje y la aventura. Un profundo suspiro sale del fondo de mi alma, y el negro panorama que  me angustiaba, pasa a ser una seria preocupación pero por lo menos me alivia momentáneamente en el maremagno de gente y movimiento que hay en este momento en  la estación de Francia.
Recuerdo que en los últimos momentos antes de dirigirnos a la vía número 5 de donde salía nuestro tren, un individuo de raro aspecto, se acercó a nosotros preguntándonos si por casualidad nos dirigíamos hacia Murcia. Le contestamos que no, se alejó de nuestra posición y prácticamente en quince segundos otro sujeto se acerca a nosotros y nos pregunta que es lo que nos había dicho el otro tipo, por lo visto debía de ser un traficante perseguido o vigilado por algún policía, o sea  de película iba la cosa, como nuestra aventura.
En la vía cinco desde donde íbamos a partir, el achacoso convoy, tipo Shangai de madera al más puro estilo del oeste americano,  y arrastrado por locomotora de vapor  nos invitaba, y  ala vez participaba, poniendo color y   romanticismo a la hazaña. El olor a carbonilla y las grandes tufaradas de vapor invadiendo todo el anden, mezclándose entre  la gente  añadían pintorescas escenas de un film que hubiera podido firmar el mismo Sergio Leone, en cualquier   westerm de su dilatada historia, solo que sus protagonistas, no éramos precisamente estrellas consagradas ni experimentados extras siquiera, sino todo lo contrario, inexpertos, novatos y sobretodo atrevidos,   osados e improvisados  galanes.
Bueno, por fin a las siete y media, se nos permite subir a bordo del vagón con todo el equipaje: ocupamos todo el compartimiento, y una vez acomodado el   equipo, nos dedicamos a asomarnos a la ventana y a bromear con la gente que está en el anden. Parecemos niños con zapatos nuevos, ilusionados con la hazaña que nos espera y deseando que el tren arranque ya y nos lleve a nuestro destino, tras tantos días  de tensa espera y preparativos inacabables: falta tan solo media hora para que todo comience, y la engañosa  relajación  momentánea que noto en esos momentos,  va acompañada de incontrolables impulsos de emoción que siento al saber que vuelvo otra vez  con mi ayer. Sensación  que no puedo compartir con mis compañeros, pero que dentro de  mí, y sin poder ni querer evitarlo,  noto revolotear sin cesar,  cantidad de  mágicas mariposas de colores  habitando el   imaginario valle encantado de mi adolescencia.
Por fin y despertándome de mi fugaz sueño de éxtasis, noto moverse el tren, poco a poco y ganando velocidad, nos alejamos de la estación y atravesamos las oscuras entrañas de Barcelona, hasta que después de unos minutos ganamos la luz ya crepuscular de la tarde. El paisaje comienza a cambiar cuando dejamos atrás El Prat, y nos adentramos en la costa. Apiñados nos asomamos a la ventanilla del tren para ver a las bañistas que aprovechan hasta ultima hora para pasear y bañarse en las aguas del Mediterráneo, regalándonos a la vista unos cuerpos y piernas preciosas  y dándonos motivos de conversación sobre cual de todas las mozas estaba mejor, si la rubia o aquella morenaza de bañador azul. En fin temas de aquella inocente juventud que imperaba en nosotros.
Cuando el convoy dejó atrás el litoral mediterráneo, y giró hacia el noroeste,  pasada la provincia de Tarragona, ya solo nos acompañaban el aterciopelado manto de la noche, y las brillantes estrellas y cuerpos celestes de las  constelaciones de Sagitario y Capricornio. Unos bocadillos fríos y unos cuantos repetidos chistes nos ayudaron y animaron en la recién estrenada velada. Así, una vez engullida la improvisada pero apetitosa cena, había que aprovechar la tertulia y tratar de  distraer el ánimo hasta que llegásemos a Zaragoza, y eso iba a tardar todavía  un poco.
Casi como en un juego, sin pretenderlo  siquiera,  durante la travesía hasta Zaragoza, y mientras los demás estábamos hablando, Pablo se fijó de una manera algo descarada en una quinceañera que teníamos enfrente un par de bancos delante de nuestro vagón. Comenzó un extraño juego de miradas recíprocas que poco a poco se convirtieron en risitas cómplices, acompañadas de gestos y otras cosas algo ininteligibles. Rápidamente nos pusimos a dar consejos y ayudas de todo tipo al improvisado  D.Juan (Pablo) y le acompañamos en su recién estrenada   conquista por si fuera menester echar una mano, (nunca se sabe).
La verdad es que con esta aventurilla del “pardillo” Pablo, nos entretuvimos un montón hasta llegar a la estación de  Zaragoza, donde justo en ese momento, la chica en cuestión, una simpática  graciosa y preciosa francesilla, cruzó las primeras palabras (en francés) con Pablo, al punto de darle la dirección particular y no sé sí su teléfono también. Lastima que lleváramos caminos diferentes, y lástima también que se decidiera a última hora para acercarse y hablar, pues nos hubiésemos enterado que era franchute y habríamos aprendido seguro algo de su idioma, en lugar del tan vulgar y empalagoso,  internacional  idioma de “gestos” que gastamos durante tanto tiempo.
Después de la simpática anécdota, y sin tiempo para mas, una vez bajados al andén todos los trastos que nos acompañaban y recompuestos y con ganas de empezar, cargamos con todo y nos dispusimos a cumplir  nuestro primer objetivo en Zaragoza, que no era otro que atravesarla en plena madrugada para llegar a la estación del Santo Sepulcro, de donde salía nuestro segundo convoy con destino Jaca.
El paseo por las calles sombrías y solitarias de la ciudad, fue todo un poema. Seis sombras más oscuras que la propia madrugada, cruzaban silenciosas  y ágiles las avenidas de una Zaragoza dormida y tranquila. El paso  por el puente que atraviesa el río Ebro, solo estaba iluminado por la luz de las estrellas, que se reflejaban con gran intensidad en sus serenas  aguas, dando un espectáculo de movimientos y tintineo de plata. La vista era preciosa, y todo invitaba a dejarse embelesar por el embrujo de la noche mañica, pero el objetivo era otro, y había que despertar de la magia que nos rodeaba.
Por fin desembocamos, después de callejear un par de horas, en el punto donde partía nuestro segundo episodio. La estación de trenes de Zaragoza, llamada “santo Sepulcro”. Serian  alrededor de las tres de la madrugada cuando alcanzamos el anden de la estación, y sobre los bancos empezaron a amontonarse mochilas y trastos a mogollón. El hambre era mayor que el cansancio y el sueño, así  Antonio, Ramón y Pablo, improvisaron una cena de emergencia consistente en una sopa de champiñones calentada en un hornillo de gas camping en el suelo del mismísimo  anden principal de la estación, ante la atónita mirada de los empleados de la misma, que solo acertaban hacer comentarios entre ellos sobre nosotros, pero sin mas problemas.

 El único problema era yo. Mientras la sopa se calentaba, yo debía ser “operado” de mis grandes y molestas ampollas de ambos pies,  pues aunque podía caminar la verdad es que tenia verdaderas molestias. Así  que me tumbé boca abajo en uno de los bancos, y Martín, no sé si con la ayuda de Germán, pero si con una aguja de las de coser, previamente al rojo vivo me vacío con arrojo y habilidad  las dos llagas de los talones. Mientras,  los alucinados empleados seguían murmurando no sé que historias sobre esa pandilla  de mocosos que habían invadido su tranquila y noctámbula  vida  ferroviaria. ¿La sopa?,   deliciosa, de verdad!, Sobretodo después del rato que pase en manos del cirujano Martín.
En fin, el cansancio y toda la aventura que habíamos vivido atropelladamente las ultimas horas, hicieron mella en nuestros cuerpos,  y durante  las siguientes horas de la madrugada dormimos cada uno como pudo, estirados  y arremolinados en la sala de espera apoyados en las mochilas, teniendo el suelo y los bancos como únicos colchones  de nuestros ilusionados y  locos  sueños de aventuras.
A las siete de la mañana, con los pálidos  rayos de sol atravesando la vidriera de la enorme sala de espera, y el movimiento creciente de gente que iba llegando, hizo que comenzáramos a desperezarnos y darnos cuenta que aquello iba en serio. Por un momento nos miramos unos a otros, como preguntándonos con gestos, ¿qué demonios hacíamos allí?, y si realmente seguíamos. Fue un espejismo, bastó mirar el reloj, y decir -¡dentro de media hora salimos rumbo a Jaca! Para que cada cual recogiera sus cosas y tomásemos posiciones en el andén.
Efectivamente, en media hora estábamos a bordo en  un destartalado TAF, que cubría la ruta Zaragoza-Huesca-Jaca-Canfranc. (De hecho siempre fue llamado “el Canfranero”) Daba la impresión de todo menos de un tren. Mitad autobús, mitad tranvía, el caso es que por momentos el embrujo de la aventura se transformo en algo abstracto e irreal,  donde no concordaban la situación,  ni las circunstancias con lo vivido hasta ahora. Cambiar el romántico  lento y cansino  traqueteo  de nuestra locomotora de vapor, con su incomparable sabor a carbonilla, trazando en su camino un surco rectilíneo  de humo de vapor, y sus desgarradores silbidos atronando a través del paisaje, no era desde luego lo mismo ni por asomo comparable al nuevo medio de transporte. Íbamos todos en hilera en un banco largo, donde apenas podíamos movernos, y la incomodidad era por tanto mayor al llevar todo el equipaje a nuestros pies.
Hasta que el “Canfranero” no dejó la provincia de Zaragoza y se adentró en tierras oscenses, prácticamente el monótono paisaje plano de la reciente estrenada mañana “mañica”, nos había adormilado entre bostezos de inactividad y  hambre. Aprovechamos y sacamos de los macutos los primeros elementos de nuestra intendencia, para amortiguar el inquietante rugir de nuestras tripas mientras nos acercábamos a Huesca.
Pronto, cuando el tren alcanzó la estación de Ayerbe, y se dirigía hacia la sierra de Guara, aparecen en el horizonte,  los mallos de Riglos. El paisaje cambió bruscamente, el  serpenteante camino de hierro,  se introducía y volvía a salir cientos de veces entre rocas, barrancos, túneles, y montañas encadenadas. Alucinábamos, mirando a través de las ventanillas contemplábamos boquiabiertos,  como  cientos de metros abajo,  las verdes aguas del  río Gállego nos acompañaban  por gargantas y rápidos espeluznantes, atravesando la primera parte del pre-pirineo Aragonés.

Era el prólogo del espectáculo de nuestro guión, el que habíamos diseñado sobre los vetustos mapas y en el que la teoría iba a tener muy poco con la práctica. Las afiladas cumbres de los mallos de Riglos, nos hicieron estremecer,  al punto de no poder articular palabra coherente, solo  improperios de admiración y de comenzar a  asimilar, sin remedio,   un canguelo bien contenido, pero que a colegas que no han tenido contacto con estos monstruos de la naturaleza  y los ven por primera vez les imponen demasiado respeto. Al fin y al cabo solo era un aperitivo de lo que nos esperaba cuando entrara en acción el verdadero objetivo de la aventura, en pleno corazón de los Pirineos. Y como dije al principio solo éramos una pandilla de novatos e inexpertos para algo de esta índole.
Pasado Sabiñánigo, el tren enfila por fin hacia Jaca. Casi las doce del mediodía,  el paisaje se abre en una  inmensa   llanura entre dos cadenas montañosas y entre dos ríos desiguales. A mi izquierda, tranquilo, sosegado y de aguas verdes, el río gas bordea y riega al pie de la Peña Oroel. Unos cientos de metros  a mi derecha,  con aguas cristalinas,  el rápido, caudaloso y bravo río Aragón,  que tras recorrer medio Pirineo aragonés se toma un respiro al llegar a las llanuras jacetanas, formando unos bellos y apacibles  paisajes, entre la  sinuosidad de sus meandros
. No lo puedo evitar,  siento de nuevo un nudo en mi estómago, otra vez vuelvo a tener sensaciones irreversibles,  el vello de mi piel se eriza,  los latidos de mi corazón se aceleran, mi estado anímico cambia por momentos, noto una debilidad enorme. Los recuerdos se plasman a velocidades de vértigo en mi retina, y vuelvo a revivir mi ayer. Aun no soy capaz de auto dominarme, y me dejo llevar por la emoción que me va embargando aceleradamente  al acercarme de nuevo al santuario de todo mi ser. Ese que  ha hecho a mi corazón sentir con sensibilidad y  a valorar de otra manera las cosas de mi  vida a través de mi niñez.
A medida que el tren avanza, los parajes que van pasando ante  mi vista, apenas han cambiado, y sin embargo me parecen que han envejecido un poco. Veo  la majestuosa peña Oroel, algo desaliñada, como si le faltara el  frescor verde    de sus perennes pinos que rodean su  anciana y ancha roca   calva que yo recordaba. Pausadamente, en compinchado  silencio, mis reconocidos y amigos lugares del paisaje jaques me  iban susurrando   y abriendo brecha en mis recuerdos de infancia. Me pareció por unos momentos, como si el tiempo se hubiese detenido, volvía a tener la impresión  por cada lugar que el tren  pisaba, que mis amigos estaban allí, esperando que yo me uniera a ellos y volviésemos a nuestras aventuras; a pescar en el río Aragón,  perseguir mariposas reinas por los prados llenos de flores, a jugar en los glacis y coger grillos de la “P”  o escalar por las abruptas rocas del monte de Rapitan y emular a héroes de nuestra infancia  hasta   que el ocaso del sol diese por finalizada la jornada, y entonces en medio de una hoguera, cerca del canal y casi  al pie mismo de nuestras casas, asábamos y comíamos unas mazorcas de maíz previamente agenciadas en un campo cercano.  Las escandalosas cigarras,   el canto incesante de los grillos, y un calor ya casi sofocante me hacen volver a la realidad y  nos da la bienvenida  a Jaca.
Son casi la una de la veraniega tarde de un tórrido Agosto, cuando el “canfranero” entra lánguidamente en la estación de Jaca. Sin más preámbulos, bajamos a toda prisa y amontonamos los trastos en el andén. Sabemos que tenemos un apretado programa, y que además hemos de caminar un buen rato hasta el  camping Victoria, situado a unos cinco kilómetros de la estación. No son muchos pero el calor no invitaba precisamente ha hacer derroches, aunque todos deseábamos movernos y estirar las piernas, después de haber estado tantas horas metidos en un tren y otro. Además, una vez montado el campamento, sabíamos que los dos días siguientes iban a ser  de  relativo relajamiento a la vez que de aclimatación.
Una vez colocadas todas las mochilas y demás utensilios a  nuestras espaldas, abandonamos la estación a paso alegre mientras escuchamos el extenuado rugido y silbido del Canfranero despedirse de nosotros camino de los Pirineos. Entre bromas y algo de cachondeo, vamos sorteando las calles y barriadas periféricas  de Jaca, adentrándonos poco a poco en la pequeña ciudad. Sorteamos a nuestra derecha la escuela militar de alta montaña, situada a pie mismo del monte de Rapitan, irrumpimos luego en el barrio del ferial para desembocar  inmediatamente en el barrio de San Pedro donde se alza la centenaria  románica  y peregrina catedral de Jaca, desde allí nos desviamos de la pequeña urbe, y atravesamos la carretera general de Francia, para entrar en los glacis de la ciudadela, fortín construido por Felipe II, y actualmente casa cuartel militar rodeada de doble fosos y cañones laterales en sus almenas.

 Caminando por los verdes glacis atravesamos lateralmente la parte oeste de la ciudad, para acabar al lado del otro gran  cuartel de la población: La  “Victoria”  que da nombre precisamente al camping, situado en la carretera de Pamplona  a un kilómetro aproximado del mismo, y que es la meta de nuestra primera fase: alcanzado por fin nuestro primer objetivo, y previamente documentados y regularizados los tramites, nos asignan una parcela doble del camping, a la que llegamos y soltamos rápidamente todos nuestros enseres, y nos tumbamos a la agradable sombra de los frondosos  álamos que forman parte del hábitat del mismo: No estábamos cansados pero si hambrientos así que antes que nada y como el estomago manda, nos hacemos unos ricos bocadillos de tubos de  foie-gras y sobrasada en unos churruscos de pan ya casi duro y que son las sobras de lo que nos quedó de la primera andanada que habíamos comprado en Barcelona.
Estamos en plena tarde estival, el calor seco apenas hace mella en nuestros viajeros cuerpos, cuando nos disponemos a montar por primera vez la tienda de campaña que llevamos troceada y repartida entre todos. El camping “Victoria” nos ha parecido un excelente sitio. Situado a la derecha de la carretera, rodeado de campos de trigo y alfalfa, con manzanos y perales, enfrente haciéndonos un poco de sombra a media mañana la gran mole de roca, Peña Oroel, detrás, un espléndido paisaje. El río Aragón, y sus ondulantes meandros, regando el valle hacia Puente de la Reina, mas arriba, hacia el norte, y perpendicular a nuestra posición,  la Canal de Berdun,   donde discurre el mismo  río recorriendo  todo el valle y dejando atrás  los imponentes Pirineos centrales que se vislumbran entre una cierta bruma a treinta kilómetros de distancia, y que junto a mis compañeros nos dan cierta tiritera de emoción  y sobrecogimiento  cuando miramos en esa dirección y preguntan sobre esos lugares  y sus nombres míticos  de guerra: Aneto, Monte Perdido, Candanchu, Ordesa, Canfranc, Somport, Bielsa, Villanua, Collarada,   hasta hoy solo en los telediarios y ya lejano en el tiempo en algunos libros de texto es donde vagamente habían oído cierta vez,  alguno de esos nombres, y tal vez sin saber exactamente donde situarlos geográficamente; pues bien, ahí estaban, delante de nuestras narices, impresionando  y con el reto de llegar hasta ellos y conocerlos de cerca por primera vez.
El montaje de nuestra particular tienda de campaña, fue un autentico drama. Cuando conseguimos reunir todas  las  piezas que la formaban, había pasado por lo menos media hora: luego cada cual comenzó su guerra diciendo que primero se extendía la tela, o que antes se montaban los palos, o que después se montaban los vientos. El caso es que la novatada iba en aumento, después de caóticos momentos,  de varias  pruebas acompañadas de sus respectivos argumentos   y  tras varios intentos, aquello principió a tener pinta de algo relacionado con una  tienda de campaña más o menos tradicional. Tras mucho tira de aquí  y afloja de allá, sube esto y baja aquello, la cosa  pareció acabada, estaba torcida de la derecha por un lateral, y de frente tenia la pinta de la torre de Pisa, además de estar ligeramente en terreno inclinado, aunque eso era bueno si llovía decía alguno que había leído un  libro sobre  acampada, pero no decía nada  sobre montajes de estos artilugios.
 Lo que más llamaba la atención no era su pinta, sino su decolorado color azul celeste raído, fruto seguramente de mil batallas ante los elementos, y sus parches recosidos chapuceramente por la casa arrendataria de la misma. Era lo que había, y no había otra cosa. Faltaba ver  el rendimiento y su “acogedor”  calor de hogar, ya que ahí íbamos a resguardecernos y vivir los próximos días, y por lo que llevábamos de aventura ni pensábamos en  que fuera  hacer mal tiempo. Así que una vez emplazados los macutos, y repartido con mayor o menor acierto las zonas del interior de la tienda, nos dedicamos al aseo personal: duchas para todos, ropa limpia  y nos proponemos un paseo por Jaca, para conocer la ciudad un poco, ver donde comprar algunas cosas que necesitaremos, comprar algún recuerdo y ver las posibilidades de ligar que da la ciudad turística.
Cuando abandonamos el camping, dirección a Jaca, la tarde casi esta cayendo, el sol se esconde  y  nos obsequia en el horizonte  con una preciosa luz crepuscular, tonos rosados mezclados con un azul brillante y  recortado por las siluetas  oscuras de las  montañas de San Juan de la Peña, hacia el oeste jacetano: La Peña Oroel, situada antagónicamente  recibe de lleno el impacto  rojizo de la luz, y su sombra oscura  se hace tenue cambiado  de color a rojizo   nos da la impresión de estar viendo una postal o cabecera para una película. Por  unos momentos puedo observar las caras de mis amigos absortos con el espectáculo que la naturaleza nos regala en estas latitudes y me siento satisfecho de haberlos guiado hasta aquí.
Vamos por el lado izquierdo de la calzada, cantando y riendo, Ramón, dice algo así, -¡temblad,  mozas jacetanas, que viene el terror de las tías!,  Le responde Martín. -¡si tú ligas, yo me meto a fraile!, Las risas y el cachondeo van en aumento cuando Antonio se para de golpe y muy solemnemente  dice -¡Aquí el único que liga es Pablo!, Entonces Pablo comenta muy apresurado, -¡pues lo tengo claro si tengo que ligar seis tías, para todos, joder, que uno es guapo, pero no tanto, hostia! Germán y yo, somos  más prudentes, y sabemos que lo del ligue es algo más difícil de lo que los ven nuestros colegas, y nos dedicamos a escuchar y reír  sus ocurrencias, pero por si acaso nos apuntamos a un posible éxito, y si hay que apoyar, pues bueno,  habrá que hacer un esfuerzo.
La entrada a Jaca, la hacemos por la parte sur, subiendo en dirección hacia el instituto Domingo Miral, donde  hice el bachillerato. Al pasar miré con nostalgia y envidia  la parte superior del edificio, donde las aulas siguen  sin cambio alguno, y abajo  el patio donde tantos partidos de fútbol jugué,  lo han convertido en un improvisado parking para estudiantes de la Universidad de Verano que tanta fama tiene entre muchas universidades del mundo, pues existe un intercambio continuo de estudiantes de todas las nacionalidades, en pleno mes de estío para aprender sobre todo idiomas. Llegamos a la zona del Gran Hotel, y el movimiento en las calles jacetanas es continuo, gente de paseo o tomando refrescos en las terrazas ameniza nuestra marcha. Decidimos dar un paseo por la calle Mayor, y de paso comprar algo de pan para los bocatas de mañana, además de charfadear tiendas y souvenir.
Lo de ligar queda para ultima hora. Antes debo hacer una visita ya anticipada, pero no prevista. Aprovechando una de las vueltas por el  frondoso parque del Paseo con  mis colegas, decido abandonarlos temporalmente por una hora en el Rompeolas, donde se concentran las parejas, y me acerco no muy lejos de allí, a las casas militares, donde transcurrió toda mi infancia. Mi objetivo es ver la posibilidad de encontrar si está en Jaca, a mi principal amigo de fatigas y estudios mientras yo residí allí. Vicente, uno de los once hijos del matrimonio Prieto, que  no teniendo entonces mas salida que la profesión de su padre, se hizo militar y según mis noticias debía estar destinado en el cuartel de la Victoria de Jaca. Su padre, militar de profesión, sargento reenganchado, al contrario que el mío, decidió quedarse en Jaca con su prole y ver la manera de dar salida a sus hijos como buenamente pudiera Sus orígenes extremeños no les incitaban a la aventura, y la larga lista de vástagos de diferentes edades hacía aún más difícil la decisión, por lo que determinó quedarse y echar raíces junto a sus hijos en esta región.
Cuando en plena semipenumbra,  alcanzo los bloques  militares, apenas percibo cambios a primera vista; los amplios portales acristalados, - el de oficiales más elegante como siempre, que el de sub. Oficiales -  sus patios interiores, que para mí   recuerdos  eran  enormes  desde mi poco mas de medio metro de alzada, no han cambiado, si acaso hoy  los contemplo  desde otra perspectiva; Las techumbres de tejas rojas y chimeneas ennegrecidas,  por vetustas y antiguas  hornillas de leña y carbón,  siguen igual: la exigua  pintura amarillenta,  las paredes descoloridas y descarnadas son los únicos rastros claros  que avalan que el tiempo ha pasado; La pobre iluminación, junto a ventanas de   persianas rotas, y bastantes viviendas vacías, acompañado de un silencio total,  solo roto por el cercano  canto de los grillos campestres,  dan fe de  tiempos diferentes a lo que esperaba encontrar.

Es ahí,  donde realmente percibo la diferencia,  al comprobar que todo está aislado y desierto, triste, apagado, sin vida. Por un momento alzo la vista hacia un cielo que se empieza a   bañar de estrellas,   y cierro momentáneamente los ojos: en mi interior  retrocedo brevemente unos años y   veo una ingente chiquillería gritando y riendo,  jugando a ladrones y policías, o divirtiéndose de mil maneras.  Los padres reunidos en informales tertulias, sentados a la fresca con el botijo al lado,  a los quinceañeros   en escarceos con  chicas que se ruborizaban enseguida,    y sobre todo, este lugar   lleno de vida y de luz. ¡Dios, como es posible este cambio!¿Que ha pasado durante este corto  tiempo? ¿Quién  ha asesinado lo mas parecido a la  felicidad en su estado más puro?, Me pregunto a mí mismo, a la vez que miro de nuevo  a mí alrededor, para asegurarme que estoy en el mismo sitio,  separado solo unos años en el futuro, para que esta situación sea tan punzante como un puñal en mi pecho. Me pregunto también si habré  nacido en la época adecuada, o si todo lo que está pasando por mí cabeza es pura irrealidad,   o si los que piensan como yo,  debemos pertenecer a  otra galaxia.

Resignado, no puedo evitar  dirigir una mirada hacia  un destartalado balcón, orientado hacia el oeste, de lo que fue un día mi casa.   Desde allí veía llegar en bicicleta a mi padre del cuartel al mediodía, y también a los niños jugando y persiguiendo mariposas en el prado o  veía acercarse las tormentas de verano en su escenario natural, como una gran representación de la misma naturaleza o desde donde dibujaba  e imaginaba las cosas a mi modo, dentro de mi propio mundo, era la pantalla de cine donde inventaba y me  ocurría todo lo inimaginable aunque ahora   ya no estoy seguro de nada. Me siento deprimido por momentos, se me derrumba el mundo y  noto un nudo en mi estomago, que me sube por la garganta, me siento abatido y   apenas me quedan ganas de hacer lo que he venido hacer. Sin saber como,  me encuentro sentado en el escalón del  que fue un día mi portal.

Un gato jovencillo de color   marrón que no sé de donde diablos   ha salido, se acerca sin miedo  a mi lado y se acurruca debajo de mis piernas. Le acaricio mientras aparto momentáneamente mis pensamientos hacia el recién llegado, parece   triste y se deja mimar, tal vez busca quien le consuele a él, pero acabamos haciéndonos compañía mutuamente durante un largo rato en la creciente penumbra   de la noche.
Me repongo poco a poco de mis sentimentales  heridas, mientras acaricio a Serafín, nombre con el que he bautizado fugazmente a mi nuevo compañero felino, en honor a uno de los gatos que tuve de pequeño, que también tenia el pelaje parecido, y que me acompañó en innumerables hazañas. Recuerdo que incluso  me esperaba a la salida del colegio, y saltaba sobre mí dándome lametones y pequeños mordiscos de alegría como si fuera un perro en vez de un gato, ante la mirada atónita y un poco envidiosa  de mis compañeros: era un gato ya adulto cuando lo encontré en unas obras cerca de mi casa.

 Nos tirábamos desde  un primer piso en construcción, mi hermano Pablo y yo a una montón  de arena repetidas veces, protagonizando una película de gángster, yo te disparo y tú retorciéndote de dolor  caes, y luego al contrario, ganaba quien mejor escenificaba la parodia y “moría” mejor.. En un momento dado, paramos a comernos la merienda que mi madre (como siempre) nos había preparado, consistente en sardinas enlatadas, entre dos rebanadas de pan, cuando en la oscuridad de la obra observamos un par ojos ovalados azules,  relucientes,  que se acercan sin prisa pero sin pausa, hacia nuestra pétrea posición, pues nos hemos quedado de granito; hace rato que estamos allí y nadie se ha acercado a husmear en nuestros juegos, por lo que la sorpresa es total y nos da cierta desazón.

  Por fin,  ante nuestros ojos aparece un gato mas bien grande,  marrón  ya adulto, y  caminando en plan solemne,  algo chulesco diría yo,  mirando descaradamente en dirección a  nuestros bocatas, yo quiero pensar  que le ha atraído el olor a sardina en aceite: se sienta enfrente,   a un par de metros de donde estamos todavía  absortos sin reacción,  y con aire ceremonioso como si de una reverencia se tratase al más puro estilo Luis XV, suelta un sonoro, claro  largo y conciso ¡MIAAAUU! ¡MIAAAUU!, -Que  para mí está  muy claro lo que quería decir-,  (traducción literal), ¡tengo hambre! ¿Me invitáis? Era un gato listo, y lo demostró en repetidas ocasiones Yo, trémulamente, le tendí la mano con medio bocadillo, y él hábilmente pero con decoro, eso sí, sin moverse del mismo sitio se lo comió, pan incluido en unos treinta segundos aproximadamente, luego repitió plato con el resto del bocata de Pablo y pasó a engrosar la lista de nuestros amigos y coleguillas con el respetuoso nombre de Serafín.

 Desde entonces, nos seguía a todos los sitios, se tiraba igual que nosotros a la arena desde el primer piso, pero no ganaba nunca porque siempre caía de pie, y eso no valía. Sí que nos ganaba cuando hacíamos carreras, y  jugábamos al escondite, pero  porque era más ágil y más pequeño, pero el caso es que nos seguía allá donde fuéramos, incluido el colegio. Nos esperaba a la salida y luego hacía el trayecto acompañándonos a casa y compartiendo nuestras meriendas,  participaba en todos nuestros juegos y dormía en el sótano de nuestra casa, donde además se atiborraba de ratones el muy astuto,    fue como un juguete para todos.

Un mal día, y viendo que no estaba a la salida de las clases, nos dio mala espina y efectivamente, cuando llegamos cerca de las casas militares, en un charco de agua y barro, sin vida,  estaba el pobre Serafín, apaleado, y apedreado sin piedad por los altivos y   envidiosos de la banda rival de siempre, los odiados hijos de los oficiales que además se jactaban de su hazaña riéndose de nosotros porque éramos más pequeños.
Aquél día, tuvo lugar una de las batallas más cruentas que yo recuerde  entre oficiales y suboficiales, luchamos a pedrada limpia, también con nuestros rudimentarios arcos y flechas e  hicimos prisionero y luego tiramos al canal de agua  al jefe de ellos y rompimos (y luego pagaron nuestros padres) los cristales de su elegante portal. Hubo sangre, cabezas abiertas por certeras  pedradas (cuqueras se llama cuando la cabeza se abre por esta razón) en ambos bandos, y  aunque invariablemente en nuestras particulares guerras,  parábamos cuando se producía la primera cuquera, la batalla duró hasta que no quedó ningún hijo de oficial sin su brecha sangrante, aquel día les   dimos una buena lección y la  triste victoria cayó (como siempre solía  ocurrir)  de nuestro lado, aunque no nos devolvió a la vida al pobre Serafín. Después, anochecido ya  en una gran pira de fuego, incineramos y despedimos  a Serafín en un gran silencio  con honores “militares”.
Me levanto con desgana de mí improvisado asiento, miro alrededor  y trato de orientarme hacia el portal en el que debe vivir la familia Prieto. Acaricio con mimo a Serafín Jr. y me despido de él, penetro por el oscuro portal y salgo al patio interior débilmente iluminado, lugar de mis primeros pasos y años de infancia, me dirijo al portal con el numero 9, no veo ni me cruzo con nadie y siento cierto desazón, una vez dentro compruebo el buzón del tercero segunda, y sí, sigue siendo de los Prietos. Subo los escalones casi temblando, percibo que las últimas  sensaciones  no me van a dar satisfacciones.

Con cierta y creciente emoción pulso el timbre y espero mi destino. Oigo unos pasos acercarse, el interruptor de la luz encenderse y la puerta abrirse, aparece una preciosa  figura femenina de unos veintitantos años, morena y  de  piel oscura,  delgada  no muy alta, ¡hola! Me dice por saludo, ¡hola! Le respondo por inercia ya que  las palabras no me salen,   duda unos instantes,  me mira girando levemente la cabeza, como si le  pareciese haberme visto antes,   y de pronto un grito de alegría brota de su garganta, -¡¡Jorge!!-  -¡No puede ser, eres tú!- -¿qué haces por aquí? Con lágrimas en los ojos y riendo nerviosamente se abraza con fuerza a mi cuello, mientras,  sorprendido  no soy todavía capaz de reaccionar, y quedo como una marioneta en  brazos de Mari, la hermana mayor de Vicente, y que ya unos años antes me había hecho ruborizarme unas cuantas veces, pues siempre me elegía a mí cuando jugábamos juntos a juegos de mayores  y yo aún no estaba preparado para esos temas tan delicados.
Ante el jolgorio que Mari ha liado en la puerta del piso,  un poco extrañados salen para  ver que está pasando el resto de la familia, cuando me reconocen voy abrazando y besando de uno en uno a todos los hermanos y hermanas  de mi amigo Vicente, sus padres veo que se alegran de veras de verme allí y me invitan a entrar y sentarme con ellos. Me preguntan por mis padres  hablamos un buen rato de todos los buenos tiempos   pasados con ellos y reconocen que ahora todo ha ido cambiando por imperativos evolutivos de la   propia vida, pero que a él le da miedo irse a una gran ciudad, que su vida está ahí, son muchos años  en pleno contacto con la naturaleza para empezar de nuevo  y espera que la misma evolución dé posibilidades a sus hijos de una salida decorosa en esta ciudad.

 Su esposa una mujer de gran carácter,  luchadora,  de puro nervio también dice que está feliz allí y no quiere ni oír hablar de un traslado a otras tierras, ni siquiera a Extremadura su tierra natal. Reconocen que se han quedado casi solos, que de nuestra época casi no hay gente, que ahora los militares  que vienen a vivir a estas casas son gente joven que pasa uno o dos años de destino forzoso en Jaca y luego se va a sus tierras u otros destinos mas apetecidos, por lo que el ambiente escasamente se parece a lo  que yo recordaba haber dejado y  por eso es   tan diferente todo.

 Lo  asumen con resignación, pero tampoco envidian mi vida en tierras catalanas ni el estrés en el que vivo,  ellos eso  no lo cambian,  están adaptados al apacible ritmo de vida de una ciudad pequeña y disfrutan  todavía de los placeres de la naturaleza a su alrededor. En mi interior les doy la razón, yo sé que mis  padres  tampoco lo hubieran preferido, y que el único  móvil que tuvieron para mover la casa  fue la responsabilidad de darnos la mejor de las oportunidades  a sus hijos yéndose a Cataluña, y renunciando al lugar donde habían forjado sueños e ilusiones, a veces  las semillas vuelan al lugar de origen y nacen con mas fuerza y fulgor.
Mi amigo Vicente volvía esa misma noche de unas maniobras en San Gregorio, en Zaragoza si bien no sabían muy exacto la hora en que llegaría a casa, antes debía llegar al cuartel de la Victoria y organizar toda la compañía a su cargo, pues tenia   el grado de Sargento y por lo tanto la responsabilidad de la misma. Dejé la dirección donde acampábamos, y me despedí de la familia uno por uno con un beso y un abrazo,  cuando le llegó el turno a Mari, en último lugar, el abrazo se alargó indefinidamente sus labios buscaron y rozaron  torpemente los míos en un rápido gesto provocado que yo,  confuso  quise ignorar.
 Me acompañó hasta el rellano de su puerta, y  me preguntó si  volvería, -no lo sé Mari, pero me gustaría volver algún día- le dije, ¿tienes novia? Fue su siguiente pregunta, mirándome fijamente con sus  avellanados ojos castaños, -No, no tengo ocasión de conocer chicas y las que conozco  tampoco se fijan mucho  en mí-  noté una maliciosa y  leve sonrisa me acerqué  y le di otro beso en la mejilla, al tiempo que su mano rozaba mi cara, le dije adiós y me di media vuelta.
 Poco a poco me fui alejando de aquellos lugares que seguían clavados en todo mi ser, y que seguían marcando mi existencia, era inevitable afrontar  que mi ayer seguía siendo  hoy y que de alguna manera estaba atado a todo aquello, recuerdos, lugares  y situaciones me decían que algo tenia que resolver allí, que yo pertenecía allí, que debía desarrollar mi vida allí,  que ese era mi lugar.  ¡Qué demonios hacía yo en otra tierra y para qué! Lo cierto es que después toda mi vida ha sido un continuo pelear contra mi conciencia, por no haber luchado por ello y bien que lo lamento ya que aun hoy no estoy del todo  en paz conmigo mismo.
Encontré a mis compañeros tumbados en la hierba del rompeolas espiando a las parejas que se abrazaban a la luz de las estrellas, con los comentarios más peregrinos y sutiles que se puedan inventar, -Bueno qué, ¿vamos de ligue o qué? -Me comenta ilusionado Ramón-, Le respondo que esta noche lo mejor que podemos hacer es descansar y dormir como Dios manda, para estar frescos y pensar con más coherencia lo que vamos hacer los próximos días.  Noto cierto enojo en mis colegas, pero acaban dándome la razón después de un mini coloquio en el que tengo que imponer mi veteranía y conocimiento de la situación: les prometo que mañana al menos haremos una intentona con la compañía de mi amigo Vicente.
Llegamos al camping hacia las doce de una clara noche iluminada por miles de estrellas, las linternas nos guían hasta nuestra guarida, encendemos una lámpara de gas y nos disponemos a pasar nuestra primera noche a la intemperie, pero como no habíamos pensado ni entrenado  la manera de distribuirnos, el caos fue eso “caótico”, hasta seis veces intentamos ver la manera de acomodarnos, solo teníamos tres sacos de dormir y lo demás eran mantas,  así   si nos poníamos en fila, los pies de Antonio quedaban encima de Martín, si la posición era  de lado entonces Ramón  dormía encima de Pablo,  si lo probábamos cruzado, nos dábamos todos pies contra caras,  al final decidimos dormir todos pegados unos contra otros transversalmente a la posición de la tienda,  la peor parte les  correspondió  a Ramón y Pablo que tenían los palos de la tienda en sus respectivas cinturas. Ni que decir tiene que cualquier necesidad fisiológica, ponía en pie de guerra a todo el personal fuera a la hora que fuera, por lo que había que preguntar antes de entrar -¿quién no ha hecho pis, chicos?-.
 Otro problema era  darse la vuelta para dormir en otra posición, eso  era un suplicio para tu vecino de al lado o si alguno tenia gases y no se podía reprimir había que aguantarse hasta que el aire limpiase la atmósfera, pero en fin, también tenia sus ventajas, cuando en Ordesa apriete  el frío, al estar tan juntitos nos daremos mutuo calor humano. No sé cuanto tiempo estuvimos hablando antes intentar dormir en el duro suelo, sí en el duro y frío suelo. ¡Dios, cuantas vueltas hacia la derecha o izquierda dimos unos contra otros! No había manera de encontrar la posición adecuada, a mí se me clavaba una piedra que no tuve la precaución de ver cuando montamos la tienda, a Martín le estaba dando la tabarra una rama o raíz que tampoco vimos, Pablo ser escurría hacia abajo por la inclinación de la tienda Antonio se partía de risa, y Ramón la cogió llorona con la a araña que se balanceaba encima de una telaraña, Germán intentaba lo imposible, dormir en aquel caos en que se había convertido nuestro campamento. La noche siguió agitada, así que para matar el rato dejamos que Antonio y Martín nos dedicaran su repertorio de chistes verdes hasta que  poco a poco  la sinfonía ininterrumpida del cántico de los grillos en la noche y  el cansancio  nos venció.
Sobre las seis y media de la mañana el jolgorio y  el jaranero   juego de los gorriones  cardelinas y verderones revoloteando entre los chopos y álamos del camping,  al amanecer,  nos  devolvieron de nuevo  a la realidad; fue nuestra diana particular,  un dulce despertar comparado con lo que era habitual en nuestras vidas, casi ninguno de mis compañeros podían imaginar algo así. De hecho recuerdo que conforme íbamos abriendo los párpados   nos mirábamos incrédulos unos a otros, respondiendo cada cual con la más extraña de las sonrisas y haciendo gestos cómplices  con las cejas, pero ninguno pretendió interrumpir la melodiosa sinfonía con  que la ventura nos volvía a sorprender.,
El fresco amanecer de un día espléndido junto a la suave brisa que acariciaba nuestros rudos y mancebos  rostros sin afeitar ya desde hacia unos días, nos saludaba e invitaba a proseguir la aventura, pero antes había que aplacar y silenciar otro tipo de ruido algo mas molesto y que nos producía desazón,.. El del nuestro propio estómago que reclamaba para si un poco de atención después de tantas emociones  vividas en tan poco tiempo y que iba a ser nuestro primer desayuno calificado de “honorable”, o al menos sin sobresaltos y  ni nadie que nos vigilase.
Comenzaron a aparecer los tubos de sobrasada, de mantequilla  de foie gras y de leche condensada, restregados en las rebanadas del pan endurecido que todavía albergaban nuestras mochilas y que regados con el cola-cao  calentado en el infiernillo era un desayuno digno de cinco estrellas, suficiente para recargar las energías que íbamos a necesitar en las próximas horas y que   iban  estar llenas de emociones por conocer un lugar sorprendente maravilloso  y enigmático.
Continuara….